martes, 25 de septiembre de 2007

Visita a Ikea: Prueba superada.






















Para volver a la realidad, después de la irrealidad del tanatorio... Y porque se me da mejor reir que llorar:

El sábado nos fuimos de excursión a ese paraje idílico de los amantes del hogar, del mobiliario económico y estiloso... Ikea. La sola palabra ya te transporta a un paraíso: I-K-E-A. En Ikea cualquier cosa es posible: que acabes comprando una regadera cuando no tienes plantas que regar; que una pareja de recién casados se separen por un sofá esquinero; que una madre pierda a su hijo en la piscina de bolas; que te partas la espalda cogiendo un Futlog; que te gastes cientos de euros en miles de chorradas que sólo cuestan un euro cada una; que una hora se convierta en doce...


Nosotros éramos una pareja más, de las cientos que deambulaban (unas muy deprisa, otras muy despacio) por esa enorme nave industrial convertida en hogar de hogares.
Nosotros éramos una pareja más: yo emocionada, con catálogo en mano, lleno de post-it y una sonrisa en la cara. Él un macho ibérico refunfuñón y cabreado, harto de la vida en pareja (y aún no ha empezado) con dos cigarrillos en la boca para aguantar la larga tarde sin nicotina y con muchos muebles que le esperaba.
Después de coger 325,7 lápices pequeñitos de Ikea, 234 metros de papel y 13 listas para apuntar... nos pusimos en marcha.
La primera parada: el sofá. Sentarnos, tumbarnos, magrearnos... el segundo fue nuestro, después de esquivar a una señora, una pareja de rumanos y una niña pija que pretendían adelantarnos.
Segunda parada: la mesa de centro para el salón. Perdí la batalla y una preciosa mesa en abedul quedó abandonada.
Tercera parada: el mueble para la tv. Mi moreno empezó a flaquear, el mono le hacía no decidirse entre una estantería Lack o una Expedit ¿acaso no son iguales? Me suplicaba con lágrimas en los ojos.
Cuarta parada: casi nos dejamos de hablar cuando le toco el turno a su escritorio. Si todo lo anterior, tardamos una hora en tomar la decisión, cuando se trata de donde va a pasar los cinco minutos de tiempo libre que le quedan después de su jornada laboral, nos llevó dos horas. La desesperación casi le lleva a elegir un tablón de cartón por mesa, pero al final del pasillo iluminado por un foco Klünj, encontramos lo que buscaba.

Era el momento de reponer fuerzas. Veinte albóndigas suecas más tarde, bajamos al piso inferior: el de las chuminadas. Demostrando el dominio en la materia que tengo, a una velocidad hipersónica me hice con todos los utensilios de cocina (pelador inclusive, no soy nadie sin él).

El momento cortinas no pudimos superarlo juntos. Una lucha entre estores versus cortinas acabó con nuestra paciencia y para evitar la ruptura... decidimos dejar las ventanas como dios (contratista) las trajo al mundo: con climalit y desnudas.

Después del momento de “Ahora entiendo porque aqui salen tan baratos los muebles” (el momento de cógelo tú mismo había llegado), la poca capacidad que teníamos para razonar nos llevó a decidir que era mejor que quien los trajera a casa, los montara. Mi moreno pensó que así se ahorra tiempo y esfuerzo. Yo pensé que me ahorraba un malhumor, una bronca y dos lexatines.

Felices, cansados y amueblados volvimos al mundo real.

2 comentarios:

brujito dijo...

Pasar una jornada juntos en el Ikea es una verdadera prueba de fortaleza de la relacion... enhorabuena !

Anónimo dijo...

Ya te has ido... ¡Qué bien! ¡Qué triste! ¡Qué vacio está todo! Ahora hay eco y pelusas donde antes estaban tus muebles... Si me llamas te cuento lo que he decidido...